Manuel Fernando López

“…más provechoso le es, que le cuelguen alrededor del cuello una piedra de molino (…) y que lo hundan en alta mar”.

El solo nombre Ian, estrujó mi alma; uno de mis ocho adorados nietos lo lleva con él; desde siempre rodeado de amor por sus padres y, de este abuelo irredento.


Una vez más, la brutalidad del ser humano, recayó sobre un niño de cinco años de edad; cuando la vida empezaba a mostrársele y le fue arrancada sin piedad para enlutarnos, no solo a los más cercanos a él; sino a miles, entre los que me incluyo y, ahí están los testimonios de dolor plasmados en muchas páginas de periódicos.

Recuerdo una en especial: como jefe de corresponsales en el entonces periódico Independiente, Miguel Angel Vega me envió una nota sobre un niño tirado a la vera del camino en Ciudad Obregón y con huellas varias de tortura sobre su cuerpo.

Permaneció por días en la fría morgue, sin que nadie reclamara el cuerpo; a la postre y, gracias al trabajo periodístico, la policía de Estados Unidos, dio con el asesino; su padrastro, quien lo violara y torturara en su camino a Michoacán en su condición de emigrado.

Triste muy triste que en este caso, la madre del menor consintiera dicha infamia. Hoy, el asesino está preso en Los Angeles de por vida, mientras en el panteón del Carmen en Ciudad Obregón, descansa aquel inocente con una cruz sobre su cabecera con el nombre de Edwin.

Creo fue el poeta portugués, Fernando Pesoa, quien dijo que en ocasiones como ésta, costaba mucho creer en Dios; soy creyente y, mientras escribo sobre esta infamia, mis ojos se empañan y, mi condición humana quiere tener enfrente al asesino para matarlo; ¡sí, para matarlo!.

No solo ha muerto un niño, un ángel; hemos muerto muchos, corramos a casa para abrazar a los nuestros; porque allá afuera buscando las sombras de la noche, de la oscuridad, acechan los hijos del mal, del demonio.

Largas serán los días, las horas y cada minuto para el asesino en la prisión: ojalá no vuelva a ver la luz del sol en libertad y, que su nombre lo borre el viento, de la memoria de los hombres.

Así como Caín, el asesino de su hermano Abel, fue condenado a vagar por la tierra con el nombre de asesino en su frente; así, este engendro, lo hará para siempre en el valle de las sombras y, con la piedra de molino sobre su cuello, la sentencia de Cristo.

Al final, llegará el gemir y crujir de dientes.

Sigo llorando…

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